sábado, 10 de noviembre de 2007

En nombre del nombre

Por Darío Sztajnszrajber

Uno de los debates más interesantes que caracterizó a la filosofía medieval, ha sido conocido con el nombre de “la querella de los universales”. A partir de los planteos introducidos por el pensamiento griego clásico en relación a la naturaleza de las cosas, se formuló el siguiente problema conceptual: ¿tienen las nociones universales una existencia real? ¿Existe una esencia real que explica por qué las cosas son lo que son?
En la “querella de los universales” confrontan dos posiciones sobre el tema: el realismo y el nominalismo. Según la primera posición, todos los hombres son hombres, porque existe un universal hombre “real”, es decir, existe “la humanidad” como una matriz común a todos los entes que poseen las mismas características. Pero esta matriz es “anterior” y separada de cada uno de los hombres. No es una mera abreviatura nominal, esto es, un nombre artificial que de-limita semejanzas comunes. Hay “una” humanidad, y esta entidad es superior a cada uno de los hombres. De hecho, como explica muy bien Rorty, los bípedos implumes pasan a ser hombres desde el momento en que cumplen con los rasgos que la matriz humanidad exige a alguien para aceptarlo como tal. Ser hombre no es más que poseer los rasgos necesarios para insertarse en el modelo o definición ideal de lo humano. Definición que existe de modo objetivo y real. Definición que entonces supone la verdadera naturaleza de lo que es/debe ser un hombre.
Para la corriente nominalista, en cambio, los universales no son más que nombres, flatus vocis sin realidad ontológica, cuyo rol consiste en agrupar semejanzas comunes. No existe la humanidad “en-si”, sino que se trata solo de un nombre convencional que utilizamos para referirnos a las entidades que comparten ciertos rasgos. El nominalismo supone un solo mundo que echa mano a la creación artificial de los nombres universales para unificar lo múltiple en el lenguaje. Nada hay más en este mundo que las entidades singulares. Y las entidades singulares están sujetas a la contingencia, están sujetas al cambio. Los universales entonces, se revelan ya no fijos, sino cambiantes; ya no objetivos, sino impuestos. Un nombre no refiere a nada más que a la universalización de un particular; o dicho de otro modo, se generaliza como verdadera e ideal, la realidad de un grupo. La definición de la naturaleza del hombre, la idea de humanidad, refleja el modo en que define al hombre una sola cultura: Occidente. El nominalismo critica al realismo por hacer pasar como perfecta y universal, la versión imperfecta que mantienen algunos. En definitiva, la supuesta “humanidad en-si” es la versión de lo humano que impone el que instituye el discurso. El realismo se defiende apelando a la existencia de la verdad, pero no puede explicar su especial acceso a ella, sino es postulándose proféticamente como elegido para entenderla. El realismo supone una trascendencia metafísica, pero sobre todo la especial cualidad de aquellos que revisten una condición aurática de acceso a la misma. El problema no está solo en creer en el cielo, sino en sostener que hay elegidos que tienen una entrada preferencial.

Hoy todavía asistimos a discusiones “medievales”, cuando hay quienes intentan sostener una concepción “realista” de lo judío. Esta postura sostiene la existencia real de una esencia judía, sita en otro mundo, pero presente en éste a través de sus encarnaciones particulares. Dios reveló la verdad, y algunos la entienden mejor que otros. Ser judío, para ellos, es ser parte de una especie de escalera que une la matriz verdadera de lo judío con los diferentes formatos en los cuales lo judío se manifiesta en la tierra. Así, se habla de un judaísmo real o verdadero, del “buen judío” cercano a la matriz, y por contraposición, de la degradación pseudo-judía de los que, o bien no estamos capacitados para comprender el “ser esencial judío”, o bien, simplemente, por no acordar con la matriz, no somos parte. La “esencia” judía tiene su ley primera en la ley del vientre (que de por si tiene un fundamento social más que metafísico). “Judío es hijo de vientre judío”. Se reduce una cultura, un conjunto de valores, una ética, una emoción, una tradición, una visión del mundo, y hasta un profundo y apasionado sentimiento, a una ley biológica (que postula por ser “abierta” la posibilidad de conversión, tema que ha implicado las más grandes discusiones de poder entre los diferentes grupos que se autoproclaman los únicos elegidos para “convertir”).
Pero busquemos los fundamentos mismos de esta actitud. Sostener un judaísmo verdadero es sostener una definición verdadera del judaísmo que, o bien se hallaría fundamentada por Dios; o bien estaría fundada en un acuerdo histórico concreto entre hombres. Si fuese el primer caso, la mitad de la judeidad quedaría afuera: la comunidad judía secular que no tendría por qué aceptar un argumento metafísico. Pero si fuese el segundo caso, nada explicaría entonces, por qué la definición no podría cambiar, ya que por ser un producto del hombre, se encuentra sujeta al devenir mismo de lo humano. Es que no hay manera de justificar una esencia verdadera de lo judío, si no es a través de una concepción metafísica. El realismo necesita crear otro mundo como real para deslegitimar el nuestro. Pero si la metafísica siempre es política –esto es, si la creación del “mundo verdadero” es la postulación de una aristocracia elegida para conocerlo y por ello, administrarlo-, entonces los que se legitiman en ella, se manifiestan impostores e hipócritas. Quiero decir con esto: seguir manteniendo la “ley del vientre” es un acto político maquillado. Nos hablan con el lenguaje de las fuentes y de la tradición, cuando en realidad nos están hablando con el lenguaje del poder. La “ley del vientre” es una ley política, y no una definición desde el saber. Es la manera de justificar la permanencia de una élite que se autoconvoca y se autorreproduce en el poder, monopolizando la propiedad del acceso a la verdad. Un judaísmo abierto y democrático resultaría para ellos, disfuncional y peligroso. La libre adhesión a la cultura judía socavaría la apropiación de la ley: si la regla pasa en definitiva por la aceptación de ser parte de una tradición en constante resignificación, el realismo se desmorona. El temor a la asimilación se muestra entonces, temor a perder el control. No se preocupan porque la gente deje de ser judía; se preocupan porque el judaísmo se abra y nuevos elementos produzcan nuevas mutaciones que los dejen afuera del poder que ostentan. En nombre de la continuidad, solo persiguen la continuación de una élite. Las élites siempre actuaron igual, en cualquier cultura: naturalizan su condición para eternizarse. En términos biopolíticos: el poder moderno se manifiesta en la administración de la vida a partir de la condición de viviente del ser humano. Despojar al hombre de sus construcciones simbólicas y reconducirlo a la esfera de su animalidad. Si ser judío no es más que un encadenamiento a una metafísica del cuerpo, la continuidad biológica se encuentra asegurada y el flagelo de la asimilación se controlaría como quien controla la pureza de los animales. Pero en el camino, perdimos al hombre (que es libertad).
Un judaísmo nominalista entiende lo judío como un nombre, como un acuerdo contingente entre seres humanos que nos encontramos siendo parte de un relato semejante. Hay una historia de la que somos parte, y hay un deseo de continuarla. Continuar el relato es seguir escribiendo, y escribir no es repetir lo ya dicho, sino seguir abriendo nuevos sentidos, nuevas preguntas. Uno de los derivados del término “tradición” o “transmisión”, es “traición”. Poder salirnos de nuestra mismidad como postulaba Levinas, es poder traicionar nuestros dogmas. La palabra “historia” tiene su origen en el verbo “preguntar”. Escribir nuestra historia es un ejercicio de la pregunta y no de repetición del canon. Pero la pregunta “traiciona”, deja abierto el lugar de lo abierto. Moisés pregunta por el “nombre” y Dios le responde “no hay”; no hay sustantivo, no hay realidad ontológica, no hay esencia. Hay solo pregunta abierta: “seré lo que seré”, lo que sigue es interpretación. Un judaísmo nominalista sostiene que no hay un pueblo por sobre las tribus, sino que las tribus en su andar, en su incesante ir y venir, en su diversidad, van constituyendo lo judío. Decir que “no hay un judaísmo, sino judíos”, es también sostener que hay tantos judaísmos como judíos existan en sus diferencias. El acento crítico está puesto en el “un”. O en todo caso, el judaísmo es ese horizonte abierto en el que conviven los múltiples formatos de lo judío; horizonte siempre en proceso de transformación, siempre “traicionando” y “transmitiendo”.
Si el judaísmo no es una esencia, sino un nombre, se abren dos posibilidades: o bien se libra una guerra de nombres, donde el más poderoso impone el suyo y lo “esencializa”; o bien, los diferentes nombres se asumen “diferentes”, y disuelven su apetencia de poder hacia un judaísmo de la otredad y del extrañamiento con el otro. Hacia un judaísmo de la errancia nominal, esto es, aquel que en su éxodo se vaya nutriendo y aprendiendo del diálogo con los otros nombres.

Fuente: Nueva Sión

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